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El belitre se adornaba,
pero a mi no me engañaba
cuando así acabó su canto.
Observé que no contaba mucho,
porque terminaba misteriosamente
cuando iba a decir qué sabía
y por evitar ser más largo,
cerraba la letanía.
-Otra vez dijo que sabe,
pero no ha dicho que cosa es lo que sabe
y que es tan largo
que no cabe en tanta prosa.
-Dije citando orgulloso,
con voz alta y bien templada,
mi crítica elaborada
a ese saber tan dudoso.
Y el rufián me estuvo viendo
desde distintas posturas
siempre contra la pared;
se me acercó cauteloso y exclamó:
-¡Otra vez usted!
Pensé que me conocía
y para salir del apuro
dije desconfiadamente:
-Vaya... no esté tan seguro.
Él me miró de reojo
y se acercó murmurando,
como el que recuerda un rostro
mientras va refunfuñando.
-Cara angosta, nariz larga,
el mismo, no cabe duda.
¿Cómo dijo lo que dijo
que entre la gente se escuda?-,
preguntó y yo repetí...
-Qué otra vez dice que sabe,
pero no ha dicho que es lo que sabe,
y que es tan largo
que no cupo en cierta prosa.
Digo, y para que me escuche
a modo de comentario,
criticando diestramente,
su saber... innecesario.
El granuja pegó un brinco
al recibir mi estocada,
más luego puso el semblante
de a quien no le asusta nada
y dijo distraídamente...
-Ya escuché su comentario
tonto, pero insatisfecho;
le aclararé algunas cosas
para su bien y provecho.
Como piense que el saber
se encierra en una tonada,
deja la clara impresión
de que no ha entendido nada;
no entiende lo que le dicen
y aún quiere que digan más.
Al mirar su absurdo caso
me permite recordar
el cuento de la oreja chica
que junto a la oreja larga
nunca aprecia lo que escucha,
por llorar lo que le falta.
Pero no se desanime,
sé de una forma segura
en que aprenda de mi ciencia
su necia cabeza dura.
Oigan el cuento que empieza
y que escuchen con atención
las jóvenes casaderas...
A una fiesta asistí yo,
donde el novio de la novia,
quiero decir, el marido
de la novia desposada,
era el hijo de un tío mío
de piel azul,
ni más, ni menos.
El tío tenía un castillito
que heredó de unos abuelos
que murieron hace mucho,
cuando él era principito.
Pero volviendo a la fiesta,
quiero decir
que invitado no asistí,
por vergüenza e hidalguía.
De tal suerte, me vestí
de malandrín, por bailar,
confundido con la plebe,
poco más de cuatro días
que se hubo de festejar.
Y de este modo el sinvergüenza,
recobrando la guitarra,
cantó la canción más necia
que ha escuchado aquel
que aprecia la música acompañada.
Y que con ademán gentil
le dedicó a las doncellas,
¡Sí!, Las bodas de Erefil,
para que aprendieran de ellas.