A pesar del mucho tiempo
desde entonces transcurrido,
aún mi pecho conmovido
se recuerda con dolor
de aquel día que, en paseo,
vino a un banco una cieguita
y a su lado una viejita
que era su guía y su amor.
Y observé que la chiquita
de ojos grandes y vacíos
escuchaba el griterío
de otras nenas al saltar,
y la oí que amargamente
en un son que era de queja
preguntábale a la vieja:
¿Por qué yo no he de jugar?
Y a punto fijo no sé
si el dolor que sentí
fue escuchando la voz de la nena.
O fue que cuando miré
a su vieja advertí
que lloraba en silencio su pena.
¡Ay, cieguita!,
dije yo con gran pesar,
ven conmigo, pobrecita,
le di un beso y la cieguita
tuvo ya con quien jugar.
Y fue así que diariamente
al llegar con su viejita
me buscaba la cieguita
con tantísimo interés.
¡Qué feliz era la pobre
cuando junto a mi llegaba
y con sus mimos lograba
que jugásemos los tres!...
Pero un día, bien me acuerdo,
no fue más que la viejita
que me dijo: La cieguita
está a punto de expirar...
Fuí corriendo hasta su cuna,
la cieguita se moría,
y al morirse me decía:
¿Con quén vas ahora a jugar?
Y a punto fijo no sé
si el dolor que sentí
fue escuchando el adiós de la nena.
O fue que cuando miré
a su vieja advertí
que lloraba en silencio su pena.
¿Ay, cieguita!,
yo no te podré olvidar;
pues me acuerdo de mi hijita
que también era cieguita
y no podía jugar...