Subirá el azogue en cada estancia
si nos ven entrar como elefantes perdidos,
en busca de otro derrotero;
quizá más inocente, menos resentido,
que no se desviva en lo vivido;
que muera buscando un horizonte nuevo.
No comimos nada: contamos veinte.
Con el mercadeo más urgente, danzaron
las uñas de los taberneros,
repletas de planetas, de tabaco y plata;
de la libertad que desbarata los sueños
de aquellos que nunca durmieron.
Tan harto de ternura y de tanta picadura, amor,
ungido, me abracé al rugido que me enamoró.
Después, me encomendé a la bruma
que puebla el último atolón;
que enviuda y amanece, muda, con nuestro temblor.
Volverá el temblor.
De la retirada, no fuimos hijos:
fuimos la palabra y entresijos dorados;
la levantera y el calambre.
Nos queda la certeza de sabernos vivos,
nunca vencedores ni vencidos; regados
por lo que queda del estambre.
¡Qué hartura de tormento –tormenta tierra adentro–, amor!
Me cansa la caricia mansa de su resplandor,
que abrasa aquel renglón torcido
que se vistió de perdedor…
Si yerra, me hablará la tierra, y llegará el temblor.
Volverá el temblor.
(Gracias a Borja por esta letra)