La calle, tras subir los escalones
que comienzan en la plaza,
no te inspira confianza.
Es una calle ancha
con afiladas rejas
negras y doradas.
Y, en el fondo,
donde empieza la senda del molino,
el asilo desvencijado y lleno de miseria.
Según entras, a la izquierda, sobre un banco,
los pequeños albañiles beben sol
y, en el hueco de sus ojos afilados,
arrebatado un templo amasado con yeso,
esperanza y amor.
En la puerta, sobre una silla muerta,
don Pascual le dice bellas frases al oído
de la tímida niña que de un mes a esta parte
se ha vuelto Leonor.
Y una monja con pasos angustiosos
mide el patio
tarareando una canción.
Y al abrirse una puerta
se termina la misa
con sus flores, sus cirios
y su consagración.
La comitiva en silencio, siempre,
de nuevo llega al patio.
Y el hombre es un capricho
que todas las mañanas
toma el sol en calzoncillos.
Espera ver su locura compensada
con una buena clínica mental.
Julianillo, ayer banderillero,
con su clavel valiente y su pañuelo al cuello,
y un minero con marcas en el rostro
y el cerebro de acero
hablando de jornales,
de justicia y de miedo,
si no pasara el tiempo.