En el fondo sucede que no existen los patios,
esos patios abiertos de malvón y glicina.
Hoy tenemos balcones con el verde apretado,
de raquíticas plantas que el "smog" asesina.
En el patio hace mucho se gozaba la infancia,
con un aire a domingo, con un aire de fiesta.
Niñerías y juegos de poquita importancia
estrenaban la vida bajo el sol de la siesta.
Los rincones del patio eran la fantasía
nos prestaban paisajes y lugares remotos.
Y nos daban refugios donde siempre vivían
los eternos juguetes manoseados y rotos.
Las baldosas del patio, senderito de hormigas
recorrido mil veces por rodillas traviesas.
Nos contaban su historia de gorriones y migas,
de soldados de plomo que salvaban princesas.
Muchos días la lluvia nos dejaba sin alas.
Y obligaba a mirarla por detrás de los vidrios,
esos húmedos vidrios que el aliento empañaba
dibujando neblinas sobre el patio prohibido.
Se marcharon los patios acusados de ociosos.
Se ha prohibido que sigan celebrando sus ritos.
La ciudad no permite cobijar el perezoso.
Sí, los patios se fueron a habitar los pueblitos.